Adolfo Suárez González (2024)

1. Trayectoria como alto funcionario de la dictadura franquista
2. Nombramiento como presidente del Gobierno y la Reforma Política de 1976
3. Las elecciones democráticas de 1977 y la Constitución de 1978
4. Los comicios de 1979, la crisis de la UCD y dimisión en 1981
5. La política exterior de los gobiernos Suárez
6. Continuidad en el primer plano político con el CDS
7. Actividades postreras, reconocimientos, enfermedad y fallecimiento

1. Trayectoria como alto funcionario de la dictadura franquista

Hijo de un funcionario de justicia, Hipólito Suárez Guerra, que ejercía en los Juzgados de Ávila, la ciudad de residencia de la familia, y con cuatro hermanos, en su primera juventud fue activista de la Acción Católica, donde se introdujo bajo la influencia de su devota madre, Herminia González Prados, y trabajó en los servicios de Beneficencia. Las semblanzas periodísticas y la bibliografía biográfica suelen retratar al Suárez adolescente como un estudiante más bien mediocre, de carácter expansivo y amigo de la vida lúdica. Su etapa escolar transcurrió en la Escuela Nacional de Ávila, el colegio San Juan de la Cruz de Cebreros (el pueblo de la provincia donde su madre, que procedía de allí, quiso traerle al mundo) y el Instituto de Enseñanza Media de Ávila.

En 1955, tras cursar como alumno libre la carrera de Derecho en la Universidad de Salamanca y cumplir con el servicio militar en Melilla, Suárez entró en contacto con Fernando Herrero Tejedor, político falangista y el nuevo gobernador y jefe provincial del Movimiento Nacional (la estructura corporativa de inspiración fascista que desde 1938 daba soporte a la dictadura del general Francisco Franco) en Ávila, convirtiéndose en su protegido. La tutoría de Herrero Tejedor abrió los horizontes profesionales del joven, que profundizó su formación académica con un doctorado en Derecho cursado en la Universidad Complutense en Madrid. Asimismo, se hizo miembro de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), el partido único del franquismo y uno de los pilares del Movimiento, cuyo carné de militante resultaba imprescindible para acceder vía oposiciones a los escalafones de la administración pública.

De la mano de su mentor, Suárez empezó a ocupar puestos en el aparato burocrático del Estado Español en 1956, al principio en la Delegación Nacional de Provincias. De encargado de la Sección Primera del Gobierno Civil de Ávila pasó a ocupar la jefatura del Gabinete Técnico de la Vicesecretaría General del Movimiento y posteriormente la dirección del Gabinete Jurídico de la Delegación Nacional de Juventudes. Por otro lado, en 1961 el prometedor funcionario abulense contrajo matrimonio con María Amparo Illana Elórtegui, una madrileña de ascendencia vasca a la que conoció en Ávila cuando ella se encontraba veraneando en la turística ciudad castellana. La pareja iba a tener cinco hijos: María Amparo (Mariam), Adolfo, Laura, Sonsoles y Javier.

En 1964 Suárez inició una etapa de vínculo profesional a la Televisión Española (TVE), que había empezado sus emisiones regulares en 1956. En el ente público fungió sucesivamente de secretario de las Comisiones Asesoras, director de Programación y finalmente director general de Radiodifusión y Televisión. Su carrera política progresó en paralelo. En noviembre de 1967 fue elegido procurador de las Cortes Generales llamadas "orgánicas" (el pseudoparlamento del régimen franquista) por el Tercio Familiar de Ávila y en junio de 1968 le cayó el nombramiento de gobernador civil de Segovia, cargo que desempeñó hasta noviembre de 1969, cuando el entonces ministro de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella, le puso al frente de la TVE en sustitución de Jesús Aparicio-Bernal.

En la X Legislatura de las Cortes, comenzada en noviembre de 1971, Suárez vio renovado su mandato de procurador. En los años siguientes, que fueron los postreros de la vida de Franco, el alto funcionario encabezó el Consejo de Administración de la Empresa Nacional de Turismo (ENTURSA), la sociedad pública encargada de la gestión de la red de paradores nacionales, y fue también titular de la Comisión de Turismo del IV Plan de Desarrollo. La muerte el 12 de junio de 1975 en un accidente de tráfico de Fernando Herrero Tejedor, quien acababa de ser nombrado por el dictador ministro secretario general del Movimiento, significó un parón en seco de la lucida trayectoria de su patrocinado. Privado de apoyos internos, Suárez dimitió entonces como vicesecretario general del Movimiento y consejero nacional, cargos que venía ocupando desde hacía menos de tres meses a rebufo de la promoción de Herrero. Su nuevo cometido, menor, fue el de delegado del Gobierno en la compañía estatal Telefónica.

El 11 de diciembre de 1975, a las tres semanas de producirse el fallecimiento de Franco (20 de noviembre) y la proclamación de Juan Carlos de Borbón, hasta entonces príncipe de España, como nuevo jefe del Estado con el título de rey (22 de noviembre), Suárez fue llamado a integrar el primer Gobierno de la monarquía, presidido por Carlos Arias Navarro, en calidad de ministro secretario general del Movimiento, del cual podía considerarse el máximo dirigente dado el deceso de quien había sido su jefe supremo desde 1938, el propio general Franco. Al parecer, la designación de Suárez le fue sugerida al monarca por Torcuato Fernández Miranda, el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. Aunque entonces nadie ponía en duda su condición de adicto al régimen autoritario y todavía en parte totalitario nacido de la Guerra Civil de 1936-1939, llamó mucho la atención que el nuevo secretario general del Movimiento contara sólo con 43 años.

Junto con Rodolfo Martín Villa, el ministro de Relaciones Sindicales, Suárez era el más joven miembro de un Gabinete dominado por cincuentones y sexagenarios; por ejemplo, quien había llevado la Secretaría del Movimiento desde la muerte de Herrero Tejedor, José Solís Ruiz, ahora titular de Trabajo, tenía 62 años, mientras el presidente Arias, responsable de comunicar entre lágrimas a la nación el óbito del reverenciado Caudillo, acababa de cumplir los 67. Su innegable apostura física, resaltada por su lustroso uniforme de capitoste del Movimiento —traje inmaculadamente blanco sobre camisa y corbata azul oscuro, con el emblema político del franquismo tomado de la simbología de los Reyes Católicos, el yugo y las flechas, colgado del pecho—, sus maneras dinámicas y su oratoria asertiva convertían a Suárez en una joven promesa de una dictadura que, privada del dictador, afrontaba su futuro inmediato con incertidumbre y ansiedad.

Por el momento, Suárez seguía siendo un lealista a la persona y la obra del Caudillo que combinaba su jefatura nominal del partido único con la adscripción a la Unión Democrática del Pueblo Español (UDPE). Se trataba esta de una asociación política, sin estatus de partido, activada en febrero de 1975 junto con Herrero Tejedor, Solís y otros altos cargos para dar credibilidad al desvaído "espíritu del 12 de febrero", el tímido programa de apertura y reformas limitadas anunciado por el presidente Arias Navarro en 1974, todavía en vida de Franco, y cuya única materialización tangible había sido el marco asociacionista restringido a las camarillas políticas del régimen. El 25 de mayo de 1976 Suárez volvió a sentarse en el Consejo Nacional del Movimiento, un órgano colegiado con funciones deliberativas y asesoras que funcionaba en paralelo a las Cortes. El ministro fue elegido consejero permanente y derrotando al marqués de Villaverde, quien no era sino el yerno de Franco.

2. Nombramiento como presidente del Gobierno y la Reforma Política de 1976


El 1 de julio de 1976 el presidente Arias, un gobernante ultraconservador incapaz de romper con la inercia inmovilista que la desaparición de Franco hacía insostenible, presentó la dimisión al rey Juan Carlos. El monarca, pese a haber jurado, como Suárez, fidelidad a Franco, los principios de su Movimiento y las leyes de su régimen, tenía en mente un ambicioso plan de reformas que, pronto iba a desvelarse, apuntaba a un proceso democrático en toda regla. Una vez aceptada la renuncia de Arias, el Consejo del Reino, presidido por Torcuato Fernández Miranda, propuso al jefe del Estado una terna de candidatos para suceder a aquel que venía conformada por Suárez y dos ex ministros franquistas, el democristiano Federico Silva Muñoz, antiguo titular de Obras Públicas, y el tecnócrata Gregorio López Bravo, quien fuera responsable de Industria y luego de Asuntos Exteriores.

Suárez, quizá más por representante oficial de las ideas franquistas que por apologista de las mismas, algo que objetivamente no era, estaba unánimemente considerado el más conservador de los integrantes de la terna, de los que era también el más joven, así como el menos conocido por el público. Fuera de la terna quedaron una serie de nombres barajados en un primer momento, como los de Manuel Fraga Iribarne, José María de Areilza y Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, todos ministros de peso en el actual Gobierno.

El 3 de julio, para sorpresa general, más porque en las deliberaciones internas del Consejo de Estado el dirigente falangista había recibido el menor número de votos, don Juan Carlos se decantó por Suárez, al que comunicó personalmente su nombramiento en el Palacio de la Zarzuela. Dos días después, el hasta entonces secretario general del Movimiento prestó juramento en Zarzuela ante Fernández Miranda —de nuevo, un personaje clave entre bambalinas que habría abogado a su favor al ser consultado por el rey—, y bajo las atentas miradas del monarca y del presidente del Gobierno en funciones, teniente general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil. Suárez, de rodillas y frente a un grueso crucifijo, pronunció esta fórmula: "Juro desempeñar el cargo de presidente del Gobierno con absoluta lealtad al rey y estricta fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Reino, así como guardar secreto de las deliberaciones de los Consejos de Ministros".

La inesperada selección de Suárez hizo correr ríos de tinta. Mientras que la oposición moderada y de la izquierda, a caballo entre la semitolerancia, la clandestinidad y el exilio, se mostró totalmente decepcionada, diversas figuras del régimen no ocultaron su satisfacción. De la composición del primer Gabinete Suárez, donde coexistían personalidades de orientación democristiana y de la generación del presidente, y exponentes del franquismo más rancio, en concreto algunos veteranos generales de los llamados azules, ex combatientes de la Guerra Civil, no se podía colegir sin lugar a dudas que este fuera a ser el Ejecutivo de la gran reforma política.

El presidente aparecía flanqueado por dos vicepresidentes, el teniente general Fernando de Santiago, que repetía la posición ocupada en el último Gobierno Arias, responsable de la Defensa, y el democristiano Alfonso Osorio García, titular del Ministerio de la Presidencia. Otro destacado democristiano de orientación liberal y europea, Marcelino Oreja Aguirre, se hacía cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores, mientras que el falangista "reciclado" Rodolfo Martín Villa asumía el puesto de Gobernación (Interior). Hubo que esperar hasta la "declaración programática" aprobada por el Consejo de Ministros el 16 de julio para conocer las intenciones de Suárez, que apuntaban a un carpetazo del sistema autoritario vigente, eufemísticamente llamado de "democracia orgánica", y a un tránsito a la democracia de tipo parlamentario occidental.

Al principio de la declaración podía leerse un pasaje clave: "El Gobierno expresa claramente su convicción de que la soberanía reside en el pueblo y proclama su propósito de trabajar colegiadamente en la instauración de un sistema político democrático, basado en la garantía de los derechos y libertades cívicas, en la igualdad de oportunidades políticas para todos los grupos democráticos y en la aceptación del pluralismo real. Todo ello, en un marco de autoridad legítima; respaldada por el consenso popular y el respeto a la Ley, propio de un Estado de Derecho".Tras esta explícita profesión de principios y propósitos generales, el Gobierno entraba en lo concreto y anunciaba una "reforma constitucional", la "acomodación de los textos legales a la realidad nacional" y la celebración de elecciones generales, que a tenor de lo proclamado unas líneas más arriba tendrían que ser plurales y competitivas, antes del 30 de junio de 1977.

Asimismo, entre otros puntos, la declaración preconizaba una justicia independiente, el "ejercicio responsable" de la libertad de expresión, el "diálogo con los grupos políticos afines y con los de la oposición", y el reconocimiento de las libertades sindicales dentro de un paquete de medidas para dar "solución a los problemas económicos". La declaración concluía con el anuncio de una recomendación al jefe del Estado para la concesión de una primera amnistía "aplicable a delitos y faltas de motivación política o de opinión tipificados en el Código Penal" (el perdón real, de alcance parcial, a los represaliados políticos fue efectivamente otorgado el 30 de julio). Aunque aludía a ellos de manera implícita, el documento no mencionaba expresamente la legalización de los partidos políticos.

Con el respaldo preciso del rey Juan Carlos, que arropó los planes del Gobierno poniéndolos bajo la tutela de la Corona, y ansioso por vencer los recelos que su figura aún despertaba en amplios sectores de la población y en las fuerzas opositoras, Suárez se lanzó, con inusitadas audacia y presteza, a ejecutar la que iba a ser conocida como la Transición, referida en mayúsculas. El primer, imprescindible y espinoso paso para hacer de España una democracia al uso era dejar atrás, clausurándolo de hecho, a todo el edificio jurídico e institucional del Estado Español creado por Franco, que, incompatible con un moderno Estado de Derecho, podía tener un fundamento legal pero que políticamente era ilegítimo porque fallaba desde su base: no representaba la soberanía popular. En vida, Franco había sido "Caudillo de España por la Gracia de Dios"; en otras palabras, el derecho divino, junto con su victoria militar en la Cruzada de 1936-1939, había sido una de las fuentes arrogadas de legitimidad de su dictadura personal, en la práctica una dictadura castrense.

Suárez, buen conocedor de los mecanismos internos del régimen, se proponía desactivar las grandes estructuras legales de la dictadura desde dentro, valiéndose de sus propios instrumentos normativos. Superado este obstáculo, se abriría un proceso constituyente que alumbraría el nuevo ordenamiento político fundado en la democracia representativa y caracterizado por la monarquía parlamentaria. Para ello, el gobernante confiaba en conseguir un consenso tácito de las principales fuerzas políticas por encima de las diferencias ideológicas, que eran abismales y en muchos casos irreconciliables tras muchos años de odio y resentimiento. Apelaría a la cooperación de todos en beneficio de la nación y al sentido de Estado de los responsables políticos, dirigiéndose a los diversos sectores y familias del régimen, algunos de los cuales abominaban abiertamente de la mudanza en ciernes, y al mismo tiempo a la oposición antifranquista. Es decir, Suárez aspiraba a trazar una especie de cuadratura del círculo que fácilmente podía salir mal.

El presidente descartaba por completo una ruptura de tipo radical, que era lo que exigía la aún ilegal oposición de izquierdas, blanco obsesivo de la persecución y la represión desde el final de la Guerra Civil, porque ello, creía, podía muy probablemente generar tensiones violentas capaces de arruinar todo el proceso. Su pretensión era efectuar los cambios, cambios de todas maneras drásticos, dentro de la más estricta legalidad. En septiembre de 1976, el Gobierno, dando comienzo al desmontaje, gradual pero metódico, del entramado institucional y legal vigente, presentó el proyecto de Ley para la Reforma Política, texto que sentaba las bases para la supresión de las Cortes orgánicas, que iban por su X Legislatura, y la celebración de elecciones a Cortes democráticas por sufragio universal en 1977. Los comicios alumbrarían un poder legislativo bicameral, formado por una Cámara baja, el Congreso de los Diputados, y una Cámara baja, el Senado.

En el mismo seno del Gabinete había quienes discrepaban frontalmente de la estrategia diseñada por Suárez. A los pocos días, el 21 de septiembre, el vicepresidente de Santiago, disgustado con el curso de los acontecimientos, presentó la renuncia. Suárez encontró un reemplazo en otro alto oficial, aunque con un talante abiertamente liberal y progresista, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, en lo sucesivo uno de sus más valiosos colaboradores. El presidente encomendó a Gutiérrez Mellado una misión altamente delicada: abordar la "reforma militar", o la "modernización" de unas Fuerzas Armadas donde los sentimientos profranquistas, en particular en los altos mandos entrados en años, eran muy fuertes y ya latían las tentaciones de involucionismo golpista, que no iban a tardar en aflorar.

A pesar de la profusión de gestos de resistencia y veladas amenazas de los partidarios de perpetuar la dictadura, el conocido como el búnker —influyente sector de franquistas recalcitrantes cuyo tribuno más enérgico era José Antonio Girón de Velasco, ex ministro de Trabajo y apodado el León de Fuengirola—, una amplia mayoría de los consejeros nacionales y los procuradores a Cortes aceptaron, con convicción o con resignación, lo que el Ejecutivo les ponía sobre la mesa. El Consejo Nacional del Movimiento aprobó el proyecto de ley el 16 de octubre y las Cortes hicieron lo propio en una sesión calificada de histórica el 18 de noviembre. Al votar a favor de la Reforma Política, ambas instituciones sentenciaban su autodisolución, decisión que la prensa describió como un "haraquiri" político impensable hasta hacía bien poco.

A continuación, el 15 de diciembre, la Ley de Reforma Política fue sometida a referéndum nacional y ratificada en las urnas con un 94,2% de votos afirmativos, siendo la participación del 77,8%. En apariencia, la Transición era ya imparable. Desde este momento, las Leyes Fundamentales del Reino, el sistema normativo pseudoconstitucional del franquismo que incluía a los Principios Fundamentales del Movimiento y del que la propia Ley para la Reforma Política era su más reciente incorporación, tenían los días contados; oficialmente, seguirían en vigor hasta que la nueva Constitución fuese promulgada.

3. Las elecciones democráticas de 1977 y la Constitución de 1978


Elaborar una verdadera Carta Magna que consagrara el principio de la soberanía popular era responsabilidad de las próximas Cortes democráticas. Pero las primeras elecciones pluralistas desde 1936 no podían celebrarse en unas circunstancias amedrentadoras de proscripción y exclusión; resultaba imprescindible establecer un clima de libertades públicas y reconocer una serie de derechos fundamentales. Había que legalizar todos los partidos políticos, aprobar una Ley de Normas Electorales para regular los comicios y modificar el Código Penal para eliminar los delitos considerados políticos como paso previo a la concesión de una amnistía general para los reos por esos delitos. Todo esto competía al Gobierno, y debía hacerlo en poco tiempo.

Abril de 1977 fue un mes decisivo en ese sentido. Mediante una serie de decretos-ley, el Consejo de Ministros legalizó los sindicatos independientes y reguló los derechos de sindicación, libertad de expresión y difusión de informaciones, abolió la Organización Nacional Sindical, más conocida como el Sindicato Vertical, así como la Secretaría Nacional del Movimiento, supresiones que liquidaron efectivamente el Movimiento Nacional, y, punto esencial, pues era el test definitivo de la voluntad democratizadora de Suárez, devolvió a la legalidad al Partido Comunista de España (PCE), el cual siguió por tanto los pasos del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), legalizado en febrero.

El levantamiento el 9 de abril, 38 años después del final de la Guerra Civil, de la rigurosa prohibición que pesaba sobre el PCE de Santiago Carrillo, que no era más que la consecuencia lógica de la puerta abierta por el decreto-ley del 8 de febrero sobre el derecho de asociación política, y más al mostrarse los comunistas españoles dispuestos a aceptar tanto la Monarquía como la bandera nacional rojigualda —frente a la tricolor de la Segunda República—, cayó como una bomba en el búnker tardofranquista, que puso el grito en el cielo. En los sectores ultras, donde bullían las provocaciones terroristas (asesinato el 24 de enero por pistoleros de cinco abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid), se acusó a Suárez directamente de "traidor". La cúpula del Ejército experimentó una convulsión y el propio Gobierno encajó una crisis interna por la renuncia irrevocable del ministro de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga.

Imperturbable, Suárez siguió adelante con su agenda de reformas. El 3 de mayo el presidente hizo pública su decisión de presentarse a las elecciones generales del 15 de junio como el cabeza de lista por Madrid de la nueva Unión de Centro Democrático (UCD). La flamante agrupación, en realidad una federación de partidos, aglutinaba, colocándolas inciertamente bajo una misma sigla, a una serie de formaciones con planteamientos ideológicos bastante dispares. Las familias ucedistas, llenas de capitanes con ganas de mandar, incluían a antiguos franquistas reconvertidos en reformistas demócratas (empezando por el propio Suárez), democristianos desligados de la dictadura, tecnócratas y pragmáticos preocupados por la gestión eficiente, liberales partidarios de abrir los mercados, populares de orientación conservadora y elementos progresistas que veían las cuestiones sociales y económicas con gafas social liberales o socialdemócratas.

A pesar de la brevedad del recorrido político y de la inexperiencia en estas lides (que era la de todo un país), la UCD y Suárez, un seductor de la comunicación, realizaron una campaña electoral brillante. El partido, empleando un tono moderado y conciliador, argumentando en positivo, consiguió convencer a una parte considerable del electorado de que él representaba la única opción capaz de mantener el actual curso político, impidiendo que descarrilara y asegurando su compleción. Vota centro, vota Suárez, vota libertad y La vía segura a la democracia fueron un eslóganes pregonados con fondo musical que de manera implícita desaconsejaban votar tanto a las izquierdas del PSOE y el PCE como a la nueva federación de la derecha, en origen prácticamente neofranquista, la Alianza Popular (AP) de Manuel Fraga. La UCD se convirtió en la opción electoral preferida por muchos españoles que, careciendo de unas convicciones políticas marcadas y desconfiando instintivamente de los extremos ideológicos, sólo querían vivir en paz, sin miedo al Estado y progresar.

Dos días antes de las votaciones, el 13 de junio, Suárez se dirigió a los ciudadanos por la TVE con una alocución proselitista que se hizo muy famosa por emplear repetidamente la coletilla de "puedo prometer y prometo". El presidente, exudando aplomo y confianza, pedía el voto para la UCD, hacía balance de las promesas cumplidas y formulaba promesas adicionales que, a tenor de su demostrada solvencia, también tendrían que ser cumplidas.

El 15 de junio de 1977 la UCD se impuso al PSOE de Felipe González Márquez en una liza electoral que el principal partido de la izquierda española había creído posible ganar por méritos propios, tras tantos años de esforzada lucha antifranquista y de indeclinable compromiso democrático. Los de Suárez reunieron el 34,5% de los votos y 165 escaños, 11 por debajo de la mayoría absoluta. El 4 de agosto siguiente la UCD iba a constituirse como un partido propiamente dicho, aunque su heterogeneidad ideológica siguió intacta. El 4 de julio Suárez, ya como presidente investido de legitimidad democrática, formó su segundo Gobierno. Los hombres fuertes del nuevo Gabinete eran Gutiérrez Mellado (vicepresidente primero para la Defensa), Enrique Fuentes Quintana (vicepresidente segundo para Asuntos Económicos), Fernando Abril Martorell (vicepresidente tercero para Asuntos Políticos), Marcelino Oreja (Exteriores), Martín Villa (Interior) y Landelino Lavilla Alsina (Justicia).

En octubre de 1977, los zarpazos del terrorismo de múltiples rostros (asesinatos, ataques y secuestros de la ETA vasca, los ultraizquierdistas GRAPO y los ultraderechistas Guerrilleros de Cristo Rey y Triple A), que puso en el punto de mira al mismo Suárez y al rey (atentado frustrado del 17 de agosto en Palma de Mallorca, reivindicado por los GRAPO), y, sobre todo, el deterioro de la situación económica, con la inflación aproximándose al 30% anual, empujaron al presidente a convocar a las fuerzas políticas con representación parlamentaria a una mesa de concertación nacional. El 25 de ese mes, días después de aprobar el Congreso la Ley de Amnistía, que completaba las amnistías e indultos limitados de julio de 1976 y marzo del año en curso, y tras decretarse también el restablecimiento de la institución de la Generalitat en Cataluña, Suárez y los cabezas de los principales partidos suscribieron los denominados Pactos de la Moncloa.

En la residencia oficial del presidente del Gobierno los líderes políticos españoles se reunieron para firmar dos grandes acuerdos: uno relativo al programa de saneamiento y la reforma de la economía, que aprobó medidas monetarias, tributarias, financieras y laborales, y otro sobre el programa de actuación jurídica y política, que amplió el régimen de derechos y libertades. Tras esta elogiada demostración de consenso político, que forzosamente tenía que impulsar los trabajos constituyentes en el Congreso, Suárez hizo frente a dos crisis políticas de naturaleza bien distinta. El 23 de febrero de 1978, como culminación de una serie de desacuerdos en materia económica, el presidente se topó con las dimisiones del vicepresidente Fuentes Quintana, considerado el cerebro de los Pactos de la Moncloa, y de otros cuatro ministros, los responsables de Trabajo, Industria, Agricultura, y Transportes y Comunicaciones. El 25 de febrero Suárez rehizo el Gabinete, el tercero de su cuenta, supliendo las bajas con nuevas incorporaciones y reforzando la posición de Abril Martorell, quien pasó a hacerse cargo de Economía. Los demás lugartenientes de confianza siguieron en sus puestos.

El siguiente sobresalto, bastante más grave, fue la desarticulación a mediados de noviembre de la llamada Operación Galaxia, un plan de golpe de Estado tramado por oficiales de escalas medias del Ejército, la Guardia Civil y la Policía Armada, quienes tenían previsto secuestrar a Suárez y sus ministros en la Moncloa con una nutrida dotación de policías y, una vez convertido en rehén, obligar al presidente a adoptar decisiones antidemocráticas, o bien forzar al rey a nombrar un "Gabinete de salvación". Los servicios de seguridad abortaron la intentona (luego desdramatizada por sus protagonistas, que la calificaron de mera "charla de café") justo antes de la fecha escogida para ejecutarla, el 17 de noviembre. Los implicados fueron arrestados y procesados, pero los castigos penales, pese a la gravedad de los hechos imputados, quedaron reducidos a la mínima expresión.

La opinión pública interpretó que la lenidad de las condenas impuestas a los conspiradores de la Operación Galaxia ponía de relieve la inseguridad del Gobierno, que no sentía con fuerzas para hacer el debido escarmiento a sabiendas de que las ideas golpistas contaban con no pocos simpatizantes en las Fuerzas Armadas y los cuerpos de la seguridad del Estado, ahora mismo diana de una espiral de atentados terroristas de ETA. Uno de los reos, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina, condenado a siete meses de prisión, iba a ser el rostro del posterior golpe de Estado, este ya llevado a cabo pero fracasado, de la era Suárez: el 23-F de 1981.

El inquietante episodio de la Operación Galaxia emergió a la luz justo en la recta final del proceso constituyente. El texto constitucional, ya terminado, había sido aprobado por las Cortes en sesiones plenarias del Congreso de los Diputados y del Senado el 31 de octubre. El 6 de diciembre, de acuerdo con lo dispuesto, la Carta Magna fue sometida a referéndum nacional y ratificada por el pueblo español con un 88,5% de votos favorables. La participación, del 67,1%, fue diez puntos inferior a la del referéndum sobre la Reforma Política de 1976. Muchos partidos pequeños propugnaron el no o bien el voto abstencionista. Fueron los casos de todas las agrupaciones nacionalistas vascas, y de parte del nacionalismo catalán. Finalmente, la Constitución fue sancionada por el rey ante las Cortes el 27 de diciembre y promulgada, con su publicación en el Boletín Oficial del Estado, el 29 de diciembre.

La Ley Fundamental, considerada en su momento bastante avanzada y, a diferencia de anteriores textos del constitucionalismo español, plenamente normativa y no únicamente "semántica", proclamaba en su título preliminar que España se constituía en "un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". También, que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado", y que "la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria".El artículo segundo era muy importante porque, partiendo de la "indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", la Constitución reconocía y garantizaba "el derecho a la autonomía de las Nacionalidades y regiones que la integran, y la solidaridad entre todas ellas".

Este era el basamento jurídico de la nueva España organizada territorialmente por Comunidades Autónomas, una tipología de Estado semifederal que iba a empezar a construirse en 1979 con la aprobación de los Estatutos de Autonomía de Cataluña y el País Vasco (sancionados ambos el 18 de diciembre), dos territorios con derechos "históricos" que ya habían gozado de un estatus de autogobierno en los años de la Segunda República Española.

4. Los comicios de 1979, la crisis de la UCD y dimisión en 1981


El 29 de diciembre de 1978, coincidiendo con la entrada en vigor de la norma suprema, Suárez anunció la convocatoria de elecciones generales, las segundas de la democracia, para marzo del año siguiente. El dirigente consideraba que, una vez aprobada la Constitución, la transición política ya estaba conclusa, y podía decirse que felizmente. Sin embargo, la recién nacida democracia española seguía haciendo frente a múltiples problemas y desafíos; tensiones de todo tipo —políticas, económicas, sociales—, lejos de aliviarse, se agudizaron. Uno de los capítulos más angustiosos era el del terrorismo de ETA, que entonces se encontraba dividida en dos organizaciones armadas, ETA militar (M) y ETA político-militar (PM), cuyas diferencias radicaban no tanto en los métodos como en las estrategias y los objetivos, más posibilistas en el segundo caso.

Con el remate del proceso constitucional y el arranque del marco autonomista en el País Vasco, ETA, con un programa de amnistía total para los activistas presos por delitos de sangre, autodeterminación nacional para Euskadi (entendida por tal las tres provincias vascas y Navarra), retirada de las fuerzas de seguridad del Estado y un modelo político de tipo socialista, desencadenó una salvaje ofensiva de asesinatos a quemarropa con arma de fuego y atentados con bomba que en tres años, entre 1978 y 1980, los más sangrientos de la democracia, sumó las 240 víctimas mortales. La mayoría de los asesinados fueron uniformados en la nómina del Estado, pero el terrorismo etarra también mató a numerosos civiles, como políticos, empresarios, magistrados, periodistas o simples trabajadores. El asesinato de varios altos oficiales militares de alto grado (incluidos tres generales) en este período exacerbó las tensiones en los medios castrenses, desde donde se acusaba de pusilanimidad a Suárez y al vicepresidente Gutiérrez Mellado.

A pesar de las presiones de los militares, en 1980, al hilo de la experiencia negociadora, fallida, con las dos ETAs en Ginebra en 1976 y 1977, el presidente, a través de su ministro del Interior, Juan José Rosón Pérez, abrió unas conversaciones con el brazo político de ETA-PM (como iba a saberse posteriormente, el Gobierno, en el más riguroso secreto, habló directamente con ETA-PM también) con vistas a la disolución de la banda a cambio de la liberación y reinserción de sus presos, pero los contactos no produjeron resultados bajo su mandato. Además del recrudecimiento del terrorismo, el Gobierno había de lidiar con la crisis económica que iba de la mano de la segunda crisis mundial del petróleo, la cual encarecía enormemente la factura energética. La inflación, aunque no tan elevada como en 1977, seguía siendo de dos dígitos, el paro comenzó a desmandarse, al igual que los déficits presupuestario y por cuenta corriente, y la disminución del crecimiento iba a terminar desembocando en la recesión de 1981.

En las elecciones generales del 1 de marzo de 1979 Suárez y la UCD aguantaron perfectamente el tipo. Con un 34,8% de los votos y 168 escaños, repitieron en esencia, con una ligera mejoría de hecho, sus resultados de 1977. De nuevo, el duelo fue exclusivamente con el PSOE, que subió también un poco, y no con la exigua AP de Fraga, que pese a presentarse reforzada en coalición con liberales y demócratas progresistas sufrió un retroceso. Para entonces, ya había comenzado el goteo de deserciones y expulsiones en la UCD, que empezó a perder lastre por sus costados democristianos conservadores, es decir, los ubicados en el ala derecha. El principal beneficiario de estas fugas y de la posterior desbandada general iba a ser la AP.

Una vez investido el 30 de marzo con los votos de la bancada popular, Suárez estrenó su cuarto Gobierno, primero inaugurado bajo el régimen constitucional, el 6 de abril de 1979. De entre los miembros más destacados, seguían los vicepresidentes Gutiérrez Mellado y Abril Martorell, así como el ministro de Exteriores Oreja, aunque no el azul Martín Villa en Interior, el popular Pío Cabanillas Gallas en Cultura y el socialdemócrata Francisco Fernández Ordóñez en Hacienda. Landelino Lavilla cesó también en Justicia, pero para hacerse cargo de la presidencia del Congreso de los Diputados.

A lo largo de 1980, las divergencias en el seno de la UCD, convertida en una jaula de grillos que generaba titulares de prensa prácticamente a diario, fueron a más. Algunos diputados ucedistas, incluido el ministro de Cultura, Manuel Clavero Arévalo, se pasaron al Grupo Mixto y Suárez se vio obligado a hacer dos remodelaciones en el Gobierno, en mayo y en septiembre. En la remodelación del 8 de septiembre de 1980, que dio lugar al sexto Gabinete Suárez, quedaron apeados el vicepresidente económico Abril Martorell y el canciller Oreja, a los que tomaron el relevo respectivamente Leopoldo Calvo-Sotelo y José Pedro Pérez-Llorca; por contra, Fernández Ordóñez, Martín Villa y Cabanillas fueron recuperados para el Ejecutivo.

El presidente había perdido la confianza en aquellos dos responsables ministeriales, pero a él le estaban dando la espalda buena parte de los dirigentes de la UCD. Vistas las dificultades internas del oficialismo, el 28 de mayo de 1980 el PSOE intentó derribar a Suárez con una moción de censura parlamentaria. Aunque esta fracasó dos días después, la posición política del mandatario quedó muy debilitada. El 16 de septiembre siguiente fue Suárez el que se sometió en el Congreso a una moción de confianza, alegando que necesitaba margen de maniobra para poner en marcha un programa de austeridad económica, que apuntaba a un abandono de las políticas, en algunos aspectos socialdemócratas, adoptadas hasta ahora, y para desarrollar el Estado de las autonomías.

Aunque el presidente salió airoso también de esta votación, su situación siguió siendo muy precaria por la falta de apoyos y la hostilidad manifiesta de muchos de sus propios subordinados en el partido. El adalid del diálogo y el consenso por encima de las diferencias partidistas se estaba quedando prácticamente solo en su propia formación, donde ya casi nadie parecía creer ya en la viabilidad de proyecto ucedista. Pero esta vez los apoyos tampoco llegaban desde fuera. El espíritu de los Pactos de la Moncloa se había evaporado. Finalmente, Suárez sucumbió al agobio que suponían la actitud rebelde y las presiones de una parte considerable de los cuadros dirigentes de la UCD, en particular los democristianos, el vendaval de críticas a su gestión, las amenazas militares, el desbarajuste económico y, posiblemente también, la falta de apoyo de la Corona, antes intenso.

Así las cosas, el 29 de enero de 1981 Suárez, con los ojos brillantes por la emoción pero conservando su característico aplomo, compareció ante la nación para anunciar su dimisión irrevocable como presidente, tanto del Gobierno como de la UCD. En su mensaje televisado, el mandatario saliente explicaba que: "Hay momentos en la vida de todo hombre en los que se asume un especial sentido de la responsabilidad. Yo creo haberla sabido asumir dignamente durante los casi cinco años que he sido presidente del Gobierno. Hoy, sin embargo, la responsabilidad que siento me parece infinitamente mayor (…) He llegado al convencimiento de que hoy, y, en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia".

En cuanto a las razones de su decisión: "No me voy por cansancio. No me voy porque haya sufrido un revés superior a mi capacidad de encaje. No me voy por temor al futuro. Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos. Nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí con la de una persona aferrada al cargo (…) He sufrido un importante desgaste durante mis casi cinco años de presidente (…) Mi desgaste personal ha permitido articular un sistema de libertades, un nuevo modelo de convivencia social y un nuevo modelo de Estado. Creo, por tanto, que ha merecido la pena (…) Trato de que mi decisión sea un acto de estricta lealtad. De lealtad hacia España".

En tono de queja y exhortación ahora: "Creo que tengo fuerza moral para pedir que, en el futuro, no se recurra a la inútil descalificación global, a la visceralidad o al ataque personal porque creo que se perjudica el normal y estable funcionamiento de las instituciones democráticas. La crítica pública y profunda de los actos de Gobierno es una necesidad, por no decir una obligación, en un sistema democrático de Gobierno basado en la opinión pública. Pero el ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier solución con que se trata de enfocar los problemas del país, no son un arma legítima porque precisamente pueden desorientar a la opinión pública en que se apoya el propio sistema democrático de convivencia"

La jefatura de Suárez en la UCD fue suplida con rapidez. En el II Congreso del partido, celebrado del 6 al 8 de febrero en Palma de Mallorca, el sector oficialista consiguió imponerse al sector crítico encabezado por Miguel Herrero de Miñón. Los suaristas Agustín Rodríguez Sahagún, actual ministro de Defensa, y Rafael Calvo Ortega, ex ministro de Trabajo, fueron elegidos presidente y secretario general, respectivamente. Suárez continuó en el Comité Ejecutivo, pero sólo como presidente de honor. Siguiendo con el procedimiento constitucional, que no obligaba a convocar elecciones anticipadas, la UCD escogió al vicepresidente segundo, Calvo-Sotelo, como su candidato a jefe del Gobierno.

El 23 de febrero de 1981, en plena sesión de investidura de Calvo-Sotelo, el Congreso de los Diputados fue asaltado por un comando de guardias civiles y soldados armados con metralletas, con las que efectuaron varios disparos de intimidación al techo, y comandados por el teniente coronel Antonio Tejero, el anterior cabecilla de la Operación Galaxia. Se trataba de un intento de golpe de Estado militar que violentaba el mismo corazón de la democracia. Haciendo gala de un extraordinario arrojo personal, Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Carrillo, el secretario general del PCE, fueron los únicos miembros del hemiciclo que desafiaron las órdenes de los golpistas de tirarse "al suelo" en sus mismos escaños. El presidente permaneció sereno en su asiento antes de acudir en auxilio de Gutiérrez Mellado, quien, en un intento de imponer su autoridad, fue zarandeado por los guardias.

Hasta que el golpe fracasó y sus captores se rindieron, Suárez pasó unas horas angustiosas confinado en una dependencia del Congreso; en otra sala permanecían encerrados Gutiérrez Mellado, Rodríguez Sahagún, Carrillo, Felipe González y el número dos del PSOE, Alfonso Guerra, todos los cuales temieron ser sumariamente ejecutados. El 25 de febrero, con la normalidad constitucional restablecida, el Congreso invistió a Calvo-Sotelo y Suárez dijo adiós al Palacio de la Moncloa. Fue la conclusión de cinco trepidantes años de gobierno. El 26 de febrero el rey Juan Carlos otorgó al ya ex presidente el título del reino de Duque de Suárez, con Grandeza de España. El real decreto justificaba la concesión de esta dignidad ducal: "Como prueba de mi afecto y para premiar la lealtad, espíritu de servicio, patriotismo y muestra de sacrificio de don Adolfo Suárez González en las misiones que le fueron encomendadas, en especial como presidente del Gobierno durante el período histórico de la transición política que dirigió con abnegación, tacto y prudencia, al servicio de la reconciliación de todos los españoles en la libertad y bajo la Corona"

5. La política exterior de los gobiernos Suárez


Cuando Suárez tomó las riendas del Ejecutivo en 1976, las relaciones exteriores de España, un país que arrastraba las profundas secuelas diplomáticas de la autarquía económica y el aislamiento prácticamente absoluto característicos de la primera época, dominada por el totalitarismo de corte fascista, de la dictadura de Franco, sólo ofrecían un aceptable grado de desarrollo en dos áreas. Por un lado, Estados Unidos, con el que existía un Tratado de Amistad y Cooperación (firmado recientemente por el Gobierno de Arias Navarro y que era la prolongación de los convenios bilaterales de 1953), el cual tenía un contenido fundamentalmente defensivo y de seguridad, pautado por las complicidades ideológicas y las necesidades estratégicas de la Guerra Fría, pues regulaba la presencia en territorio nacional de bases militares de la superpotencia. Por otro lado, el mundo árabe-musulmán, con el que los tratos eran tradicionalmente estrechos y cordiales.

De manera clamorosa, España mantenía un bajo o muy bajo nivel de relaciones con dos áreas geográfico-culturales que le eran autóctonas: América Latina y, sobre todo, Europa, de la que estaba virtualmente desconectada. En el flanco continental, Suárez dejó claro desde el primer momento que su vocación era europeísta sin ambages y que su mayor deseo era ver convertida a España en miembro pleno de la Comunidad Económica Europea (CEE), puerta a la que ya habían llamado, lógicamente en vano, los gobiernos de Franco.

En la declaración programática de julio de 1976 se decía textualmente que: "El Gobierno afirma le continuidad de las líneas fundamentales de la política exterior de España y proclama su voluntad de mantener relaciones normales y amistosas con todos los países sobre las bases del respeto a la mutua soberanía, a la no injerencia en los asuntos internos y a las normas del derecho internacional. El Gobierno manifiesta, también, su voluntad de integración en las Comunidades Europeas, y de activa participación en la creciente cooperación internacional y, en particular, dentro del sistema de las Naciones Unidas".

El 28 de julio de 1977 Suárez solicitó personalmente por carta al ministro de Exteriores belga Henri Simonet, presidente de turno del Consejo de Ministros de la CEE, la apertura de negociaciones formales para la adhesión de España a la organización. El 5 de febrero de 1979 arrancaron en Bruselas las negociaciones, pero estas no tardaron en empantanarse por la actitud obstruccionista de la Francia de Valéry Giscard d'Estaing, que contemplaba con preocupación la competencia comercial de los productos agrarios españoles, en detrimento de los galos, dentro de la Política Agrícola Común (PAC). Mejor suerte corrió el diálogo con el Consejo de Europa, del que España se convirtió en país miembro el 24 de noviembre de 1977 luego de tomar nota la organización de la nueva realidad democrática del país y de su nueva política de promoción de los Derechos Humanos y de adherencia a los pactos internacionales de la ONU sobre derechos particulares. España ratificó la Convención Europea de Derechos Humanos en septiembre de 1979 y la Carta Social Europea en mayo de 1980.

Mano a mano con el rey Juan Carlos, Suárez abrió un nuevo curso de relaciones amistosas con los países hermanados de América Latina, destino de un profusa secuencia de históricas visitas oficiales. Fueron muy relevantes los desplazamientos del presidente a México (en abril de 1977, viaje que selló el restablecimiento de relaciones diplomáticas tras 38 años de ruptura por el apoyo de México a la República Española durante la Guerra Civil), Cuba (septiembre de 1978), Brasil (agosto de 1979) y Argentina (septiembre 1981). El dirigente español causó una excelente impresión y dejó una profunda huella en muchos políticos demócratas latinoamericanos, algunos de ellos futuros presidentes, que se inspiraron en el modelo español y en su arquitecto a la hora de hacer en sus respectivos países las transiciones políticas a la democracia electiva desde la dictaduras militares que plagaban el subcontinente.

Puesto que se trataba de abrir nuevas puertas en la escena internacional sin cerrar ninguna de las abiertas anteriormente, Suárez no descuidó fortalecer las relaciones hispanoárabes, lo que, como en el caso de América Latina, requirió varios desplazamientos personales. Fue llamativa la cercanía al líder palestino Yasser Arafat, con quien despachó en Moncloa en septiembre de 1979: se trató del primer recibimiento oficial de Arafat por un gobernante occidental en ejercicio. En cambio, Madrid no se planteó reconocer al Estado de Israel.

Otras novedades a destacar fueron el establecimiento de relaciones diplomáticas con la URSS (intercambio de embajadores en febrero de 1977) y otros países de su bloque comunista, así como la sustitución con la Santa Sede del Concordato de 1953 por un convenio múltiple en enero de 1979, cuando Madrid y el Vaticano firmaron cuatro Acuerdos sectoriales sobre asuntos jurídicos, económicos, educativo-culturales y castrenses. El Gobierno resaltó que los Acuerdos de 1979, a los que debía añadirse un quinto y previo, adoptado en 1976, se adecuaban a la aconfesionalidad del Estado proclamada por la Constitución y que pasaba página al nacionalcatolicismo de la época de Franco.

Los acentos progresistas y la voluntad mediadora de la diplomacia española en la escena internacional, y en particular las simpatías del presidente por el Movimiento de los No Alineados y su patente escepticismo con el sistema de bloques antagónicos propio de la Guerra Fría, enmarcaron, sin ser sus únicos condicionantes, las reticencias de Suárez al ingreso de España en la OTAN. Aunque estudió detenidamente la cuestión y la abordó con el aliado de hecho, Estados Unidos, que se mostraba vivamente interesado en la captación española por el Tratado del Atlántico Norte, el gobernante, a golpe de declaraciones contradictorias e instalado en la ambigüedad, terminó difiriendo esta importantísima mudanza estratégica, que pondría fin a cualquier resto de neutralidad política, para, vino a decir, no empeorar el disenso en la UCD y evitar la pérdida del respaldo del PSOE —entonces radicalmente antiatlantista— a su política exterior. Lo cierto era que en la opinión pública y en el Parlamento españoles no existía una corriente claramente favorable a la Alianza Atlántica.

El democristiano ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, promotor de una política exterior que fuese "europea, democrática y occidental", era de los que pensaba que los procesos de inserción en la CEE y la OTAN eran inseparables y debían transcurrir en paralelo. Es un mensaje que se hizo llegar a la Administración de Jimmy Carter, quien recibió a Suárez en la Casa Blanca en su visita de trabajo de abril de 1977 y su visita privada de enero de 1980. Sin embargo, como se apuntó arriba, Suárez prescindió de Oreja en su remodelación gubernamental de septiembre de 1980.

6. Continuidad en el primer plano político con el CDS


En su mensaje de dimisión de enero de 1981 Suárez certificó que, como diputado y como militante de la UCD, seguiría plenamente activo en la política. Sus palabras exactas fueron: "Yo por mi parte, les prometo que (…) seguiré entregado en cuerpo y alma a la defensa y divulgación del compromiso ético y del rearme moral que necesita la sociedad española." Sin embargo, la permanencia de Suárez en el partido que había fundado y del que había sido líder se tornó insostenible. Calvo-Sotelo, un dirigente de personalidad mucho más discreta y cerebral, inauguró un "nuevo estilo" de gobernar que fue entendido como un giro hacia posiciones conservadoras. A estas alturas, la UCD era ya una caldera a presión con múltiples vías de agua.

El 13 de noviembre de 1981, en un ambiente deletéreo, Suárez dio portazo al Comité Ejecutivo secundado por un reducido grupo de leales donde destacaban Rodríguez Sahagún y Calvo Ortega. La marcha de los suaristas metió a la UCD en un proceso de franca descomposición que los nuevos jefes partidarios, Calvo-Sotelo, Íñigo Cavero y Landelino Lavilla, no fueron capaces de frenar. Aunque el ex presidente comentó entonces su intención de abandonar la política, sus siguientes pasos apuntaron justo a la dirección contraria. El 28 de julio de 1982, luego de rechazar una propuesta de Calvo-Sotelo de formar un cartel electoral conjunto, Suárez rescindió su militancia en la UCD y tres días después dio la campanada con la presentación de su nuevo proyecto político, el Centro Democrático y Social (CDS). Reclamando el genuino centro político, el CDS fue presentado por su artífice como una opción decididamente progresista, con un importante componente social, a la vez que liberal. Se trataba también de un partido fuertemente presidencialista, sin familias ni camarillas.

El debut electoral del CDS, en las generales del 28 de octubre de 1982, fue desastroso. Únicamente Suárez, cabeza de lista por Madrid, y Rodríguez Sahagún, por Ávila, sacaron el escaño. La cuota electoral no llegó ni al 3% de los votos. Por lo demás, los comicios otorgaron una mayoría aplastante al PSOE de Felipe González, cuya investidura por el Congreso el 2 de diciembre como presidente del Gobierno contó con el voto de Suárez. En cuanto a la UCD, reducida a un despojo por las pendencias suicidas de su propios integrantes, vio evaporarse casi toda la fuerza parlamentaria que le quedaba y terminó con una docena de escaños (en febrero de 1983 Lavilla iba a levantar el acta oficial de defunción del partido).

Para Suárez, que en el I Congreso del CDS, celebrado a comienzos de octubre en Madrid, había sido confirmado como presidente orgánico con José Ramón Caso de secretario general, y su fidelísimo escudero y paisano abulense, Rodríguez Sahagún, su primera legislatura como diputados de la oposición fue una "travesía en el desierto" apenas animada por las elecciones municipales de mayo de 1983, en las que el partido colocó en los ayuntamientos 658 concejales con menos del 2% de los votos en todo el país. Suárez hubo de esperar hasta las elecciones generales del 22 de junio de 1986 para salir de la marginalidad parlamentaria en que había caído. Entonces, con el 9,2% de los votos y 19 escaños, el CDS se encaramó a la tercera posición, por detrás (aunque muy lejos) del PSOE y la Coalición Popular de Fraga, y por delante de Izquierda Unida, la coalición encabezada por el PCE, y los nacionalistas catalanes y vascos.

Los medios resaltaron con excitación la "resurrección" del duque y el CDS acarició la perspectiva de convertirse en un partido bisagra, ofreciendo operatividad legislativa entre la derecha y la izquierda, como los que se estilaban en las democracias avanzadas del centro y el norte de Europa, típicamente Alemania, Austria y el Reino Unido. Sin embargo, este atractivo rol, que haría del CDS un actor clave para la gobernabilidad del país, quedaba pospuesto para futuras legislaturas, pues por el momento los socialistas conservaban la mayoría absoluta, que hacía innecesarios los socios parlamentarios o de gobierno, y los populares permanecían estancados, incapaces de forzar la alternancia.

Las buenas vibraciones políticas adquirieron intensidad en las elecciones autonómicas, municipales y europeas de junio 1987, cuando el CDS cosechó cerca de 6.000 concejales (así como las alcaldías de Ávila y Segovia), un centenar de diputados autonómicos y siete eurodiputados. En las autonómicas, la cuota de votos superó el 14%. En septiembre de 1988 el CDS fue admitido en la Internacional Liberal y Progresista, y su líder fue nombrado vicepresidente para América Latina, función que le permitió retomar la actividad política en la región. La respuesta a la cuestión de si el CDS había tocado su techo electoral en las municipales de 1987 la darían la elecciones generales anticipadas del 29 de octubre de 1989, que tuvieron lugar días después de ser elegido Suárez presidente de la Internacional Liberal en París. El ex jefe de Gobierno volvía a ser el cabeza de lista.

Dicha respuesta fue afirmativa. Con una pérdida de 244.000 votos y 1,3 puntos porcentuales, los centristas cayeron al cuarto lugar en el Congreso con 14 escaños. El declive del CDS, desatendido por un Suárez que parecía más pendiente de sus actividades en la Internacional Liberal, estaba en marcha, si bien Rodríguez Sahagún consiguió ser investido alcalde de Madrid, mandato que mantuvo hasta 1991. En las elecciones autonómicas de 1990 en Andalucía y el País Vasco el partido cosechó unos porcentajes irrisorios. El temido golpe demoledor se produjo en las municipales y autonómicas del 26 de mayo de 1991, que depararon la pérdida de la mitad de las concejalías y de casi todas las diputaciones autonómicas. El CDS apenas superó el 5% de los sufragios en las autonómicas y rozó el 4% en las municipales.

La misma noche electoral, sin disponer todavía de los resultados definitivos pero sí de unos avances del escrutinio suficientemente esclarecedores, Suárez presentó la dimisión como presidente del CDS. La jefatura en funciones de la agrupación recayó en el secretario general, Caso, hasta la celebración a últimos de septiembre de un congreso extraordinario que proclamó nuevo presidente a Calvo Ortega. Con esta elección, la mayoría de los delegados contrarió el parecer de Suárez, quien había recomendado al eurodiputado Raúl Morodo Leoncio para el puesto. Tras esta decepción postrera, que ponía la guinda a una década de críticas, menosprecios y hasta burlas de su persona, Suárez, con 59 años, decidió apartarse de la política activa. El 29 de octubre 1991 causó baja en el Congreso y por un tiempo siguió activo en la Internacional Liberal, de cuya presidencia se había desprendido también el 8 de septiembre.

7. Actividades postreras, reconocimientos, enfermedad y fallecimiento


Aunque ya no tomaba parte en actividades políticas, Suárez, cuyos únicos ingresos eran los procedentes del despacho de abogado que había montado en 1981, ya que había rehusado percibir remuneraciones del Estado por su condición de ex presidente, no se enclaustró ni mucho menos en la vida privada. Por ejemplo, a lo largo de la década de los noventa el antiguo gobernante realizó algunas gestiones interpartidistas en momentos de tensión política, concedió unas pocas entrevistas a la prensa y se vio envuelto en las actuaciones judiciales del caso Banesto.

En 1995 Suárez prestó declaración en la Audiencia Nacional en calidad de testigo luego de haber afirmado el banquero Mario Conde que el político había recibido de él 300 millones de pesetas (1,8 millones de euros) en pago a una supuesta mediación en favor suyo ante el Banco de España. Suárez negó ante el juez estos extremos y volvió a hacerlo en 1998 durante el juicio seguido contra Conde, quien, por cierto, en las elecciones generales de 2000 iba a ser el cabeza de lista de un CDS demediado y residual. La antigua formación de Suárez pasó una serie de años dando bandazos ideológicos y reducida a la más completa insignificancia antes de disolverse, en 2006, en el Partido Popular (PP, ex AP).

Por otra parte, en 1996, tras la victoria electoral del PP de José María Aznar, Suárez contrató por dos años con Telefónica como asesor de la compañía de comunicaciones dentro de su estrategia de expansión en Latinoamérica. Sin embargo, si el ex presidente apareció en público en estos años fue sobre todo para recoger las condecoraciones y recibir los honores que multitud de organismos e instituciones empezaron a concederle en reconocimiento, inaceptablemente tardío en opinión de algunos, a su trayectoria y servicios políticos. En su etapa política preconstitucional y como jefe del Gobierno, Suárez ya había sido distinguido con las grandes cruces de las órdenes del Mérito Civil (1969), el Mérito Militar (1970), Alfonso X el Sabio (1971), el Mérito Naval (1972), Cisneros (1972), Isabel la Católica (1973) y Carlos III (1978), entre otras condecoraciones.

Ahora, el palmarés de galardones fue enriquecido con: el Premio Internacional Alfonso X El Sabio del Ayuntamiento de Toledo (1994); el Premio Blanquerna de la Generalitat de Cataluña (1994); el Premio de Convivencia de la Fundación Profesor Manuel Broseta (1995); la Medalla de Oro de Madrid (1995); el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia (1996); la Gran Cruz de la Orden de la Libertad de la República Portuguesa (1996); la Banda de la Orden Mexicana del Águila Azteca (1996); la Medalla de Oro de Castilla y León (1997); la Medalla de Oro del Spanish Institute de Nueva York (1997); la Gran Placa de Honor y Mérito de la Cruz Roja (1999); y el Premio a la Convivencia de la Fundación pro Derechos Miguel Ángel Blanco (2000).

También, recibió doctorados honoris causa de la Universidad Complutense (1996), la Universidad de La Coruña (1997), la paraguaya Universidad Nacional de Asunción (1997), la Universidad Politécnica de Madrid (1998) y la Universidad Politécnica de Valencia (1998). Suárez cultivó durante unos años una notable faceta académica, como conferenciante y seminarista en numerosas universidades de España y el extranjero, promotor en 1995 de la Universidad Católica de Ávila (UCAV) y presidente del Instituto de Relaciones Europa-Latinoamérica (IRELA). Entre 1996 y 2001 Suárez fue el primer presidente de la Fundación CEAR-Consejo de Apoyo a los Refugiados y desde 1998 presidió igualmente la Fundación para la Investigación Médica Aplicada (FIMA), un proyecto de la Universidad de Navarra. A partir de 2002 presidió con carácter honorífico la Fundación Víctimas del Terrorismo. Como miembro del Consejo InterAcción y del Club de Madrid, Suárez se codeó con muchos antiguos colegas estadistas que, como él, estaban retirados de la política institucional.

Pocos años después de abandonar la profesión política, la vida íntima de Adolfo Suárez empezó a sufrir una cadena de dolorosos embates familiares y personales. El 17 de mayo de 2001, al cabo de una larga lucha contra el cáncer, diagnosticado en 1994, falleció la esposa del ex presidente, Amparo Illana, a los 66 años. Para entonces, el emérito estadista ya había contraído la enfermedad de Alzheimer, dolencia neurológica degenerativa que fue minando inexorablemente sus capacidades mentales y psicomotrices, con pérdida progresiva de la memoria, el habla y la movilidad. El 2 de mayo de 2003 Suárez apareció por última vez en público, en Albacete, con motivo de un acto de apoyo a la candidatura de su hijo mayor, Adolfo Suárez Illana, abogado de profesión, a la presidencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha en la lista del PP, de cuyo Comité Ejecutivo era miembro. Entonces, ya pudieron advertirse los síntomas de la enfermedad.

El 7 de marzo de 2004 la tragedia volvió a golpear a la familia con la muerte de la hija mayor, Mariam, abogada de 41 años y madre de dos hijos, como consecuencia de una carcinomatosis meningea. Como su madre, Mariam Suárez sucumbió a la propagación metastásica de un cáncer de mama que le había sido detectado en 1993, antes que a Amparo Illana. Años después, las hijas menores, Sonsoles, periodista de televisión, y Laura, restauradora artística, también iban a luchar, en su caso con éxito, después de someterse a unas operaciones de mastectomía y a quimioterapia, contra el cáncer de mama.

El 31 de mayo de 2005 Adolfo Suárez Illana, saliendo al paso de los últimos rumores e informaciones sobre el estado de salud de su padre, confirmó en un programa de televisión que aquel padecía una grave enfermedad senil neurodegenerativa y explicó que ya no recordaba que había sido presidente del Gobierno ni reconocía a nadie, aunque se mostraba "participativo a las muestras de cariño", estímulos a los que sí era receptivo. El primogénito relató que su padre había sido consciente, hasta la pérdida casi completa de sus facultades, del mal que padecía y que en todo momento había "tratado de disimularlo para evitarnos sufrimiento", y porque "además siempre ha sido muy coqueto". Las pérdidas de su esposa y su hija por culpa del cáncer habían sido un duro golpe emocional para él.

Días después, el 9 de junio, Suárez Illana representó a su progenitor en un homenaje a su persona organizado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid por el periodista radiofónico Luis del Olmo, y en el que se escucharon mensajes de elogio y tributo dirigidos por el rey Juan Carlos, el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, los ex presidentes Aznar, González y Calvo-Sotelo, y el antiguo líder del PCE, Carrillo.

En julio de 2006 saltó la noticia del fallecimiento de la madre del ex presidente, doña Herminia González, a la avanzada edad de 96 años, en el pueblo de Ávila, Burgohondo, donde vivía en compañía de una de sus cinco hijas, María del Carmen (Menchu). El yerno de la difunta, Aurelio Delgado, indicó que su cuñado, del que había sido secretario personal en sus años en Moncloa, "sí conocía" que su madre había muerto y que en un momento dado "se daría cuenta" de lo sucedido, ya que el ex presidente tenía "momentos lúcidos con otros no lúcidos". En junio de 2007, con motivo del trigésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas, el Gobierno Zapatero aprobó un real decreto por el que la Corona otorgaba el Collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro a Adolfo Suárez en reconocimiento "al coraje y la valentía" mostrados durante la Transición.

En julio de 2008 la prestigiosa insignia le fue impuesta por los reyes al galardonado en una ceremonia de carácter estrictamente privado y familiar que tuvo lugar en su mismo hogar madrileño. Adolfo Suárez Illana informó que su padre no había reconocido a don Juan Carlos y doña Sofía, aunque había estad

Adolfo Suárez González (2024)
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